La pequeña ventana
Cierto es, así es, amigo mío. La lluvia caía sin descanso, en aquel precioso día, como intentando persuadirme para salir a disfrutar de un agradable paseo. Pensar en la cantidad de escenas que me ofrecía el tiempo, como si fueran ciertamente caídas del cielo, me hizo sentirme dichoso. ¿Descubriría bajo las gotas a algún animalillo que aprovecha para divertirse bajo tal espectáculo asombroso? ¿Pisaría por afortunado error un charco desalmado que quisiera empapar mis zapatos? ¿Vería tal vez a una joven huyendo de la magia de un día tan agradable? No. No fue así, pero sí fue, sí, mucho mejor.
Me dispuse a salir por la puerta principal dejando atrás mi aburrido paraguas negro, mis cálidos guantes de cuero, mi larga bufanda lanuda y la gabardina colgada en la percha. Me dispuse a salir para andar sobre el suelo mojado y tocar con los dedos de mis manos, los pequeños retoños del cielo que formaban aquella magnífica obra maestra. Pero no. No fue así, y así no será recordado, escrito o contado.
Pues, así es, amigo mío, cierto es que allí me quedé petrificado, como si una mano gélida me hubiera tocado la espalda, mi corazón hubiera bailado una danza siniestra y una voz susurrante me hubiera advertido. ¿Qué sería, pues, lo que la voz me decía insistente?
Fueron cuatro, sí, así es, cuatro segundos los que permanecí inmóvil, y entonces vi lo que la voz me decía y entendí, sí, amigo mío, por qué me advertía. Entonces caí al suelo de inmediato, por estar muy aterrado, y aparté la mirada de la pequeña ventana. Me di la vuelta e intenté correr para no volver a ver semejante imagen. Corrí, sí, torpe por la casa, en busca de algún rincón donde ocultarme de aquella tortura.
Derramé un vaso de vino en la alfombra, rompí el jarrón de la flor, cayeron los libros al suelo y, abiertos, mostraron sus hojas repletas de palabras. Y aun así, no encontré un escondrijo seguro. Busqué por toda la casa huyendo al ritmo in crescendo de mis latidos frenéticos; pero me siguió la imagen por todas partes; en las paredes y recónditas esquinas de las estancias de blanco pintadas.
Sin saber qué más podría hacer, me acurruqué sobre la alfombra manchada del vino derramado del vaso, junto a los libros abiertos y la flor destrozada. Empecé a morderme las alargadas uñas de mis frías y temblorosas manos.
Intenté borrar de mi mente lo que mis ojos traumatizados habían visto pero, en las palabras de los libros aparecía de nuevo achante, en el cristal del quebrado jarrón, de nuevo su apariencia y, en la fragancia del vino,su calma inquietante.
“¡Las luces!”, pensé, “sin las luces no volverán mis ojos a verla, y así podré olvidar su putrefacción ”. Y corrí entonces a cerrar las cortinas y bajar las persianas. Así me quedé con la solitaria compañía de mi agitada presencia.
Palabras. Surgieron palabras de pronto en mi mente. Palabras sin orden, incomunicadas, sin sentido. Palabras aleatorias girando en un torbellino confuso de realidades. Pero allí, cierto es amigo mío que es así, en las palabras reverberantes, apareció mi persecutor implacable. Y entonces comprendí, sí, a oscuras , en la alfombra empapada de vino, junto a los libros y la flor aplastada por mis pies desnudos y heridos y me mantuve expectante observando a la bestia que se había agazapado hasta el precipicio fatigante de mi respiración.
Así que el regalo, traído por la lluvia incesante que resonaba a través de la oscuridad sigilosa de mi hogar, resultó ser el descubrimiento de esa mordaz criatura. La miré fijamente a los ojos y a los labios. Seguí contemplando, recorriéndolos lentamente con la vista hasta distinguir aquella, en su espelunca, familiar sonrisa. Y, sí, así fue, amigo mío, que vi que el espectro sombrío de aquella figura horrenda y tortuosa no era más que mi imagen refleja en la pequeña ventana de la puerta principal.
Amigo mío, aquel fue, sí lo fue, un día espantoso. ¿Pero acaso pude esperar alguno mejor? Derramé la copa de vino, tiré las palabras al suelo, hollé los cristales del jarrón que custodiaba a la flor que aplasté con mis pies; y aun así hubo algo mejor: Mi reflejo en la pequeña ventana con el que vi mi interior belleza feroz. Pues un hombre en locura habría caído al comportarse de forma tan siniestra, pero el monstruo, oh sí, el monstruo, luchó con su naturaleza y venció.
Rodrigo Sandivar Senín