Una danza procesional en la que arrastran cadenas de penitentes y se detienen en las puertas de lo que había sido las reserva de un ultraje anterior por el cual fueron relegados y que ahora tampoco pueden ocupar. Esas reservas domiciliarias...
Violentos tambores de miseria retumban en la selva de la gran ciudad. Desde la profundidad de una civilización salvaje llena de leyes que absurdamente se violan a conveniencia del tamborilero de turno, mientras una danza ininteligible se baila en todas las chozas de los edificios, de las urbes, de las casas. Una danza nueva de pobreza injustificada, llena de indignación y perplejidad. Una danza procesional en la que arrastran cadenas de penitentes y se detienen en las puertas de lo que había sido las reserva de un ultraje anterior por el cual fueron relegados y que ahora tampoco pueden ocupar. Esas reservas domiciliarias de los que han sido reducidos humillados y marginados a una ínfima parcela de la que también están siendo privados por los tamborileros que se comieron las vacas gordas y siguen ordeñando a las vacas flacas para su propio provecho. Se hacen con el despojo mientras que siguen haciendo sonar los tambores. A la vez otro tambor suena, un tamborileo ancestral del hombre libre en los perfiles derrotados del ser que fue y que busca en su interior aquello que queda de puro de la dignidad de su estirpe.
El que se hace con el tambor manda, los demás a bailar la danza.