La contaminación y el cuento de la rana
Se acumulan los versos tristes. Se quedan en las estaciones pesadas de las ancladas nostalgias las vivencias hermosas de encuentros, abrazos, besos y amistad, sentados en los andenes, dormidos y fríos como cadáveres, quedaron en la espera imposible de un regreso. Esperanza quimérica de algo que pasó, sombras en la bruma que acaban por extinguirse, disolviéndose en el humo contaminado, en la putrefacción del aire y de la espesa agua, imposible de clarificar, que produce quemazón. Figuras dantescas que se revuelven en el fango, en el lodazal, la bazofia de un mundo lúgubre que atenta a su pervivencia, que acude a su propio entierro, mientras acusa y blasfema contra El Invisible; y piensas… ¿por qué?
¿Por qué se me hunden los pies en este suelo movedizo que nos ha soportado por milenios? Cada vez que me levanto por la mañana, cuando me asomo a la ventana y miro ese grandioso sol, testigo antiguo de aquel primer glorioso día en que todo “era muy bueno”, veo ese mismo sol cómo se precipita sobre todos los venenos, abrasando todas las superficies, amasando la pócima maligna de este laboratorio de maldad, que todos bebemos, comemos y respiramos. Y el tren de la vida sigue su alocado camino sobre una vía sin meta, muerta, en una ida sin vuelta; raíles cortados que se precipitan hacia la nada en caída libre, hacia la cima o la sima del universo. ¡Qué más da si solo somos planeta herido! Oigo el traca traca del tren que retumba en mi pecho, cada vez más rápido, más veloz, como si fuera a algún lugar; no me da tiempo ni para leer los rótulos de las estaciones olvidadas, que permanecen desiertas, nadie más quiere subir, miran desde lejos sin saber qué hacer; no importa: el tsunami viene por tierra, mar y aire; no hay montaña suficientemente alta ni bunquer bastante profundo donde esconderse o pasar desapercibido, no hay lugar libre de contagio.
En el tren hay fiesta, celebración y brindis. Nadie se asoma a la ventana, no pasa nada…
Una película en la pantalla, una procesión de nonatos que nunca llorarán ni de hambre, ni de sed, ni nos acusarán de nada, han sido salvados de la agonía final, ejecutados como fruto de la lujuria y no del amor, nunca verán cómo ese ser llamado humano se revuelve en sus propios desechos. Todo es y está legalmente correcto; mientras tanto se desborda en carcajadas la estupidez en la copa y el triunfador Baco construye sus puentes de resaca de fiesta en fiesta, de celebración en celebración. El mundo sigue dando vueltas y la vida se precipita en el caos, se arrancan de los continentes helados, los arsenales blancos de destrucción masiva, agudos y profundos, grandes continentes flotantes cortados a mano por la insensatez de los diosecillos que buscan predicciones en agüeros, y en cambio no son capaces de ver a un palmo de su nariz.
El cosmos ha perdido a su pequeño planeta azul, lo busca pero no lo encuentra, ¡ah sí, parece aquel! Pero ¿qué le ha pasado? huele a muerte, lloran las estrellas la pena, pero las lágrimas no llegan a su destino, quedan presas, enganchadas en el grasiento estelar que cubre la atmósfera terrestre como una venda vieja sobre una herida purulenta. El corazón se congela y la mente contempla perpleja cómo se entroniza al sagrado “Euro” en el dominio espeso de su poder desenfrenado, la peor de las pesadillas, demencias, subnormalidad adquirida, nuestra sentencia sentada en el banco de la estupidez: 100 por 100 de interés…
¡VENGA ACABEMOS CON LOS RECURSOS NATURALES!
Les voy a contar un cuento…
EL CUENTO DE LA RANA (versado por L. Vilches)
Dicen que había una rana,
que al igual que las demás,
saltaba de charca en charca
y le encantaba nadar.
Si le daban a elegir,
no era nada prudente
y sin pensarlo escogía,
nadar en agua caliente.
Era un día de verano
y la ranita curiosa
vio subir un vaporcito
desde el agua en una poza.
Se dijo para sí misma:
“¡que bien lo voy a pasar,
todo el día retozando,
navegando panza arriba
mientras me voy calentando,
que de la temperatura
yo controlo la medida
y en un tris.. me voy brincando!»
Así se engañó la pobre
y allí se quedó dormida,
y antes que se diera cuenta
no pudo escapar de un salto
porque se quedó cocida.