Opinión

Crónica negra a mil pulsaciones y dos pulgares

Toni Silva gañador o LXXXIII Premio Pérez Lugín da Asociación da Prensa da Coruña.

-Perdoa, que pasou?

-Matáronme a muller.

Lo había elegido a él porque estaba solo y caminaba hacia mí. Descarté intentarlo con la Guardia  y con los corrillos de vecinas, que parecían muy afectadas. Había dejado la libreta en el coche para no delatarme, lo que menos necesitaba era el hermetismo de la gente. Pero no me esperaba hacer diana a la primera.

-A túa muller! Quen foi?

-Non o sei, está aí na ambulancia, pero non ma deixan ver. Me cag...

Apenas una hora antes estaba en casa, recién llegado de la redacción, a punto de ponerme el pijama un viernes de enero que había empezado muy temprano con un reportaje en el puerto exterior. Pero entonces entró el wasap. «Tienes que venir, aquí hay algo muy raro». Lo llamé. Me habló de una posible muerte. De un despliegue policial de la leche. Tenía que ir a Vilar de Costoia, en Oza-Cesuras. La jubilación me había arrancado a mi compañero, el veterano fotógrafo que habría llegado allí con los ojos cerrados. Por suerte, mi fuente estaba allí y me envió la ubicación justo antes de marcharse. En Porzomillos empecé a mirar el GPS del móvil, aparecí por el alto de unas casas y me encontré la escena. Salí del coche y tuve mi primera conversación ya narrada.

Del vehículo de al lado salió el llanto de una niña rubia. Era la hija de mi interlocutor. «¡Quiero ir con mamá!». Él le dijo que el padrino iba de camino para recogerla, que mamá estaba ocupada.

Giré la cabeza hacia la casa y vi un bulto cubierto con un plástico blanco. Mamá no iba a volver.

Respiré hondo. Me acerqué a hablar con las vecinas. Ojalá hubiera tenido allí la grabadora de Alexandra Alexiévich para recoger todas sus voces. Pero tenía mi teléfono. Activé la aplicación de la grabadora y lo guardé en mi bolsillo exterior. Aunque más me valía memorizar cada palabra porque no tendría tiempo de reproducirlas.

«Cristina, pobre, 33 anos penso (...), era de Perillo (...), estaba de baixa, recién operada (…). Trabajaba en asistencia del concello, iba por las casas (...) ¿Aquí? Unos doce años».

Me alejé del grupo y volví al WhatsApp. Pedí a un contacto de la Guardia Civil que se enterase de lo que a mí no me iban a contar sus compañeros que trabajaban a pocos metros. La cobertura no era buena, pero me alivió ver el doble check. ¡La-fo-to! Necesitaba una foto y aquello estaba lleno de agentes que me podrían llamar la atención.

Entre el camino y la casa había un montículo, tierra de nadie por la que avancé en plena oscuridad. Saqué mi Samsung A40, amplié la imagen con los dedos y disparé tres o cuatro fotos. No eran una maravilla, pero tuve la fortuna de que una de las farolas alumbraba a los agentes, al cuerpo sin vida y a un buen trozo de la casa. El resto, negro.

Activé de nuevo la grabadora y volví a pasar junto a la niña. Lloraba muchísimo. Le calculé dos años de edad. Bajé unos metros para avisar al padre. «É un neno», me corrigió. De las imprecisiones y matices erróneos que publicaría en mi primera versión (por ejemplo, el robo como móvil), ese ya no sería uno de ellos.

Comencé a recibir información en mi teléfono: Hombre de unos 50 años vestido con chaleco reflectante que se coló en la casa por una ventana. Esto lo corroboré después con otros vecinos, que oyeron los gritos de la víctima y vieron al asaltante huir y tropezarse en una valla. Decido poner solo dos de las iniciales de la mujer, Cristina Núñez Taboada. Con las tres quedaría muy confuso. Tecleo su nombre en Google y en las redes sociales veo una foto de su boda, de blanco, como el plástico que la cubre.

Ahora el coche es mi redacción y el teléfono mi ordenador. La prisa es relativa, soy el único periodista en el escenario del crimen. Pero cuesta empezar. «No es posible ver la muerte y continuar como antes», escribió Saramago en El Evangelio según Jesucristo.

Miro mis pulgares oponibles para insuflarles ánimo, dependo de ellos para escribir esta truculenta historia.

Espoleado por el teclado predictivo avanzo en cada línea mientras vigilo las rayas de cobertura.

Añado la foto y envío. Pero no. El crimen de una joven madre pesa demasiado. Solo veo «Reintentar» en mi pantalla. Salgo del coche hacia una cota más alta pero la crónica ha quedado atrapada en mi teléfono. Podría ir a una de esas casas y pedir que me dejaran usar el teléfono fijo para que un compañero me transcriba el texto.

¿Cuántas crónicas transmitió así Chaves Nogales después de usar los radiogramas?

Muchas de sus noticias llegaron a viajar en avión. Yo solo pido que por el cielo lleguen dos rayitas de cobertura.

Retiro la foto del documento. Ahora sí. La crónica vuela. Hago una última pasada visual. Mismos agentes, menos vecinos. Y el niño, que confundí con una niña, ya no está.

Dos kilómetros más tarde, en una zona de buena cobertura, mis pulgares empujan la foto por correo. «Está todo», me dicen por el manos libres. Ahora mis pulgares se agarran al volante, pero las pulsaciones siguen a mil.

Antes de llegar a casa, arrimo el coche al arcén. Me urge eliminar una pista de audio del teléfono. No tengo derecho a llevarme conmigo los llantos del pequeño huérfano.