Si existe una droga sobre la faz de la Tierra, por la que el hombre deba arrodillarse y dar gracias a los Dioses, esta es la cafeína del café. En efecto: ese líquido negro y amargo que proviene del fruto del cafeto cuando éste se tuesta y muele, es el mayor reconstituyente –que digo, carburante- que nunca ha parido madre en la historia de las ciencias naturales.
La cafeína cafetera ejerce sus efectos farmacológicos en muchos y variados frentes, pero es en el cerebro donde las acciones son más vívidas. Allí, la cafeína actúa imitando a un relajante natural, producido por el sistema nervioso central, llamado adenosina, siendo así que las células nerviosas se sirven de él para bajar el ritmo y trabajar “a ralentí”; la cafeína compite descaradamente con la adenosina, ocupando su espacio en los receptores celulares, donde grita a viva voz: “neuronas: quiero diez flexiones, y las quiero ya mismo”.
Los deportistas, que de tontos nunca han tenido un pelo, conocen los efectos “ergogénicos” de este brebaje desde tiempos inmemoriales. La cafeína les ayuda a rendir más, y a ser más exigentes con sus entrenamientos. Entre todos los atletas, destacan especialmente los culturistas (de los cuales en su día, engrosé filas), quienes tienen en la cafeína una suerte de brujería o tónico, una ayuda imprescindible que les permite rendir como nunca en “los entrenos”. Pareciese que las leyes que rigen la continuidad espacio-temporal se desbaratasen, en el preciso instante en que cualquier mortal da el primero de los sorbos, de este oscuro elixir.
Pero hay más, mucho más. Un metabolito específico de la cafeína, la paraxantina, posee probadas acciones termogénicas (caloríficas), es decir, facultades aceleradoras del metabolismo y quemadoras de grasa, induciendo los hornos metabólicos de las células (mitocondrias) “a trabajar a tope”. Mientras tanto, otros metabolitos de la cafeína se ocupan de su acción diurética (favorece la pérdida de líquidos edematosos), o estimulante de la motilidad intestinal (previene el estreñimiento). Por no hablar del efecto sobre el aparato locomotor, mejorando las contracciones no sólo de los músculos esqueléticos (y por tanto de sus trabajos) sino también del corazón (efecto inotrópico positivo).
Tampoco debemos olvidarnos de la potente acción antioxidante, proveniente de ácidos orgánicos de muy diversa índole –ácido cafeico, ferúlico o clorogénico- así como de las melanoidinas, los pigmentos negros, idiosincrásicos, que se forman ya tostadas las semillas. Todos ellos son poderosos anticancerígenos y además protegen contra la diabetes tipo-II. La mala prensa que siempre ha rodeado al consumo de café ahora, con la ciencia de la mano, se queda solo en eso: mala prensa que jamás debió ser publicitada.
Por ello, y desde que tengo edad de merecer, me aseguro de tomarme un par de tazas de café al día, cuando no tres. Al hablar de café, me estoy refiriendo al mismo brebaje que se prepararía un árabe del desierto, un pastor de cabras etíope o un indígena venezolano: café filtrado con agua caliente. Punto. Todo lo que provenga, o se prepare fuera de estas directrices, ya no es café: es otra cosa.
La manía occidental de añadir leche al café (por no hablar del azúcar) hace precipitar sus taninos, esfumándose en ese preciso instante las acciones antioxidantes; eso sin mencionar el efecto dispéptico (que genera indigestión y ventoseo) que nos acompañará un buen rato.
Conviene recordar un par de cosas más: el café debería tomarse idealmente entreactos, fuera de las comidas, porque sus taninos –aunque antioxidantes- pueden interferir en la absorción de minerales, como el caso del hierro o el zinc. Recuerde también que pasadas las 6 ó 7 de la tarde, ya no es conveniente tomar café, porque la cafeína inhibe durante otras tantas horas más, tras su ingesta, la síntesis de melatonina y será entonces harto difícil conciliar el sueño. Salud.
Santi Carro