Por Ángel Cabezas
La Real academia de la lengua define la ambición como “Deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama”. Partiendo de este concepto me permito adentrarme en un terreno cenagoso, en el que es probable encontrar a seres “humanos” que han decidido instalarse en una burbuja vergonzante de exclusividad, con la inmaculada intención de humillar y utilizar al resto de cuantos conforman su especie. Pueden creerme, esta es una parte significativa del universo en el que por ahora vivimos, esa que unos cuantos han adulterado en origen, pese al paso de los tiempos, para someter a la mayoría.
Personalmente sitúo a los así piensan en un espacio que defino como “ambición mental”, porque se sienten conminados reiteradamente a demostrar que son los mejores y más capaces, a sentirse superiores y privilegiados, a creerse objeto de todo tipo de miradas, a pensar que perciben señales que revelan admiración y envidia, a considerar que saborear el triunfo les hace únicos y diferentes, por encima del resto de los mortales. Este es el gran error de la sociedad actual, fomentar desde la infancia la competencia por acaparar poder y riqueza material, para ver disminuidos, cuando no inutilizados, los principios, los valores y el patrimonio personal que cada uno de nosotros lleva consigo y que constituye nuestro preeminente, único y verdadero aval.
Desgraciadamente, la carta de presentación no siempre concuerda con la realidad. Más bien podría sentenciar, que casi nunca. El escaparte, el envoltorio, es en la mayor parte de las ocasiones un fraude, una mentira. Esto es muy fácil de adivinar cuando mantienes un diálogo e intentas ahondar y sólo encuentras fachada protectora y un descomunal vacío de actitudes altruistas abandonado a su suerte. La superficialidad impregna cada rincón del mundo a sabiendas de que su reclamo es una trampa que, eso sí, a veces produce los resultados esperados por aquel que la encarna. La acumulación de bienes se ha convertido en la principal finalidad de muchos sujetos “inteligentes” pero que conviven en plácida armonía con la ignorancia y la tontería supina. Además no dudan en colgarse una coraza, símbolo de su cobardía, para no exponerse a sufrir ataques que puedan poner en riesgo sus defectos, imperfecciones y debilidades, y se empeñan en mantener la distancia necesaria con quienes juzgan inferiores además de ordinarios.
Es evidente que lo que prima es el individualismo, el “yo” sobre lo demás. Pueden creerme, siento lástima por aquellos que manifiestan síntomas inequívocos de haber sido absorbidos por esta realidad porque no hacen sino alejarse del conocimiento profundo de sí mismos. Sin apenas capacidad para la reflexión, revolotean en un mundo irreal e imaginario, perdidos entre la variopinta encrucijada en la que se han decidido instalar, rechazando la oportunidad de conocer a otros seres humanos, quizá menos ricos que ellos en lo intrascendente, pero seguramente con la humildad que otorga la virtud de mantener en todo momento los pies en la tierra.
Sin embargo, yo he decidido apostar por la “ambición procedente del corazón”, ya que es la que puede acercarnos al camino de la estabilidad emocional, la tranquilidad de conciencia y la felicidad. Me convence por su pureza y transparencia, y porque no compite con nadie ni causa daño alguno. La solidaridad, el amor, el sentido común, la humanidad, la empatía y la generosidad se convierten en sus grandes aliados. El mundo que habitamos no necesita de individuos que no aportan absolutamente nada a la comunidad que habitan, que no están dispuestos a emprender ningún esfuerzo que pueda beneficiar a otros que no sean ellos, a todos cuantos idolatran al dinero como icono de una personalidad inhumana, codiciosa, mezquina y, en algunos casos, miserable.
Por eso algunos optamos sin reservas por la teoría del ser frente a la del tener, porque cuantos se afanan en mostrarnos con empecinamiento lo mucho que poseen y lo bien que viven, no hacen sino dejar al aire sus carencias más extraordinarias en el ámbito personal. Tuvieron la posibilidad de decidir, pero se apartaron voluntariamente, seguramente por orgullo y arrogancia, del espíritu que debiera haber marcado su propia existencia.